- No es que nieve. Es que a la luna le acarician la tripa con un rayador de queso.
Y desde que ella dijo eso sin apenas mover los labios, como si no hubiera sucedido nada, mientras los dos mirábamos como bobos el cielo y las copas de los árboles, yo supe que estaba condenado a amarla por el resto de mis días.
Así que le pedí a las estrellas fugaces que rasgaban el cielo que en el mismo instante en que abandonase el carrito, desde el mismo momento en el que aprendiera a hablar, justo cuando dejase las papillas y me hartase de filetes cortaditos con tijeras, me permitieran humillarme delante de sus pantorrillas gordas para ofrendarle mi alma sin voluntad de precio.
Lástima que mi mamá y su mamá que hablaban sin escucharse, sentadas en el banco del parque, advirtiesen el peligro de los amores eternos y con cajas destempladas nos fastidiaran el romance, separándonos eternamente. Ella sacó su manita de nieve de la carriola y abriéndola y cerrándola, se despidió de mí rompiéndome mi pequeño corazón.
Nunca más volví a verla aunque en secreto sigue siendo la mujer de mi vida y cada vez que una estrella fugaz se muere, en mis entrañas nace una alegría que no comparto con nadie.
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